lunes, julio 14, 2008

VELLUM - Hal Duncan

Son comprensibles las reticencias que puede experimentar un editor a la hora de lanzarse a publicar Vellum. De igual manera son comprensibles los dos puntos de vista, totalmente opuestos, que expresan los lectores sobre esta novela. Mientras una buena parte de los lectores despotrica de esta obra – con razones de peso- el resto saluda la obra de Duncan como un soplo de aire fresco en la lineal y monótona literatura de género, prisionera de los convencionalismos inmovilista que la mantienen estancada desde tiempo inmemorial. Pero no busquemos culpables de esta parálisis de ideas más allá de los verdaderos responsables: nosotros los lectores. Con tanta saña criticamos la falta de inventiva y originalidad como crucificamos a todo aquel que se salga de los caminos recorridos una y mil veces que encorseta argumentos para hacerlos tan previsibles como anodinos.

Y a todo esto llegó Vellum. Y con Vellum ponemos a prueba nuestra capacidad para aceptar el juego que nos propone Duncan: tomar como dogma de fe que lo que estamos leyendo es el camino que nos elevará a un nuevo mundo literario para el que sólo están preparados unos pocos elegidos, o bien interpretar lo que se nos muestra ante nuestros ojos como un experimento fallido, un texto donde la presunta complejidad en su estructura sirve de excusa de mal pagador al pobre argumento que, travestido de eclecticismo postmoderno, pretende menospreciar la inteligencia del lector. Por supuesto no le puede faltar a libros como Vellum su corte de palmeros que lo visten con el fatuo aroma del esnobismo, pero eso es otra historia.

Duncan esconde su incompetencia tras la maraña de imágenes inconexas que lanza a través de las páginas de su novela con la pretenciosa intención de crear un nuevo modelo de narrativa experimental. Para tal fin, el argumento de Vellum se sustenta en pilares tan firmes y reconocibles como las referencias a los Mitos de Cthulhu y a su biblia, el Necronomicon; sin olvidar el remedo de tradición homérica que esboza con la amalgana de distintas cosmogonías de dioses y demonios que conviven con los mortales, sin duda herencia de los mitos religiosos de diversas civilizaciones pretéritas que Duncan no duda en utilizar en su provecho. Todo esto escenificado con unos personajes a lo Tarantino en un entorno en el que predominan los grandes saltos en el tiempo y el espacio para despistar al lector, un poco más si cabe. Y ciertamente que Duncan  consigue salir con éxito a la hora camuflar su falta de originalidad a la hora de innovar y presentar ideas propias. Para que molestarse si otros ya han creado algo nuevo e interesante antes, pues se adapta a las necesidades propias y punto.

Pero su mayor éxito a la hora de encandilar al lector con un mal truco de prestidigitación lo consigue al basar su estrategia narrativa en la ruptura de las más fundamentales normas de comunicación emisor/receptor, faltando de esta manera al acuerdo tácito que se establece entre el narrador y lector: una cooperación elocutiva que reparte la interpretación del texto al 50% entre ambos extremos de la comunicación, aquí es el lector quien tiene que hacer el 80% del trabajo, con lo que se ralentiza la lectura y su comprensión en exceso. Convierte su discurso en un taller de manufacturas narrativas del que surgen historias cuyo valor no reside en su capacidad de asombrarnos por su verosimilitud, sino en su perversa habilidad para convertirse en paradoja y acertijo a descifrar. De esta manera nos obliga a buscar su desconcertante lógica interna que, en alguan extraña ocasión, se manifiestan al contemplar las situaciones más comunes, iluminadas de repente, revelándonos la certeza de que todo mundo imaginario se encuentra ya, latente, en nuestro mundo cotidiano. Un espejismo creado por la buena voluntad del perdido lector entre los sombrios pasadizos que forman los hilos argumentales de Vellum.

No me voy a extender más sobre Vellum, creo que dejo claro mi parecer sobre esta obra. Lo mejor que puedo decir es que se puede entender la aventura de escribir esta novela como un excéntrico ensayo alrededor de la creación artística, expresada como la analogía literaria de El urinario de Duchamps, pero nunca como un ejercicio de estilo y ni por asomo como una buena novela.

miércoles, julio 09, 2008

LOS DIENTES DE LOS ÁNGELES - Jonathan Carroll

Después de la grata sorpresa que resulto ser El mar de madera, de lectura imprescindible, no veía el momento de volver a encontrarme con otra de las obras de Jonathan Carroll. Pero ya sabemos como funciona esto: cuando uno se hace grandes expectativas sobre una lectura el chasco es inevitable. Y no es que Los dientes de los ángeles sea un estorbo en el camino que hay que sortear sin detenerse para hacerle el más ínfimo de los cumplidos, nada de eso, pero las sensaciones que deja al terminar su lectura no justifican que se recomiende como si ocurre con otras de sus obras, salvo a aquellos incondicionales de este autor. Sin duda esta no es, ni de lejos, su mejor creación; aunque sí presenta diversos elementos interesantes propios de Carroll y de su peculiar y maravilloso modo de aplicar las convenciones del género fantástico.
El argumento de la novela no es más que una escusa que sirve a los propósitos del autor para crear diversas aproximaciones a la vejez, la enfermedad y la muerte, donde los principales personajes que aparecerán en esta fallida historia parecen salidos de una de esas espantosas películas perpetradas por el sobrevalorado e histriónico director de cine manchego Pedro Almodóvar. La troupe de actores que pondrá en escena Carroll está encabezada por un homosexual enfermo de cáncer y una estrella, ya apagada, del Hollywood más glamoroso; serán ellos los encargados de encarnar la enajenación y el desquiciamiento del individuo contemporáneo ante la inevitable llegada de la muerte: un personaje estelar en esta historia elegíaca y grotesca, que dibuja el autor de dos maneras totalmente opuestas. La primera como acertada expresión onírica de los miedos más íntimos de los desahuciados, o bien como aviso para navegantes sobre cómo pasa la vida y cómo se acerca la muerte. Cruel destino al que no podemos escapar; una modernización del tópico cotidie morimus que con tanto acierto cultivo Quevedo en sus sonetos metafísicos.

A la hora de hacernos llegar su novela, Carroll no escatima recursos literarios para dar vida a esta historia crepuscular; y los utiliza con acierto. Un claro ejemplo de esta maestría es la narración epistolar que nos acerca al bello amor otoñal que Carroll regala a uno de sus personajes, en el que un beso es el mundo y la imaginación y el recuerdo del amado ejercen una tiranía sobre los sentidos superior a cualquier urgencia física. Seguramente lo mejor que encierra esta novela entre sus páginas. Además de este momento de excelencia creativa, me quedo de la lectura de Los dientes de los ángeles con las brillantes imágenes de la decadencia humana servidas en forma de naturaleza muerta que dibuja los últimos compases de la partitura de la vida de unos personajes que proyectan su pasado esplendor ante sus últimos momentos de vida terrena. Lo que menos me ha gustado ha sido, sin duda, el final. Mal resuelto.
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